Te despreciaba
y aprendí a quererte.
Te amé
y aprendí a despreciarte.

Cuando entendí que nunca
habías estado conmigo,
te idealicé y busqué
desesperadamente.
Durante meses, años,
que parecían sólo un día,
tras otro y otro.

Nunca pensé que me cansaría,
nunca pensé que me hartaría
y no lo estoy;
es que te quiero.
Te deseo, te busco,
te necesito;
mutilaría mis oídos
por tenerte cerca.

Destruí mis memorias,
esperando encontrarte el rastro,
sin embargo lo encontré
en la ayuda a quienes viven en la calle.

Hubo otros momentos y lugares
donde, atónito, te encontré,
así entendí que nunca te tuve.

Fue en ese balcón a la nada
en Villarejo Periesteban,
en el vacío,
en la multiplicidad de la gente,
en largos edificios con infinitos balcones
que se desprendían a lo lejos,
en hojas cayendo,
en la mentira silenciosa en la que vivimos.

Quise detener en vano esos momentos;
de caminatas diurnas por puentes,
silenciosos cuchicheos de bibliotecas,
vacías charlas nocturnas,
deliciosos trazos de un lápices,
melodías de voces celestiales e instrumentos,
movimientos armoniosos de cuerpos poseídos.

Pero el tiempo no me esperó
y siempre te escabulliste de mí;
nunca fuimos uno,
eres hija del viento,
eres hija de los lobos,
eres hija de Odín.

El tiempo no espera,
y yo ya tampoco,
te busco cabalgando
en límites,
en horizontes reales, imaginarios,
que parecen sólo uno,
tras otro y otro.

Silenciosa soledad,
¿dónde estás?
Ven a mí.
Mi espíritu no sabe qué es la paz
descansar ya no consigo,
quiero pasar una eterna, aterradora,
además de libre e insonora
y verdadera, realidad contigo.

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