El no poseer interés alguno le daba ese andar despreocupado, de «no sé qué y qué se yo». Sin embargo su interior desbordaba de pensamientos cubiertos por una inconsciente vergüenza causada por el ridículo cotidiano debido a su falta de conocimiento respecto a la dignidad. Encontraba su preciado silencio en seductoras caminatas nocturnas sin rumbo, una en la cual un club un tanto oscuro, húmedo y extrañamente familiar se hizo ver en el laberinto arado de estrellas. ¡Perros tocaban jazz! ¡deberían haber visto qué espectáculo más pintoresco y cómo se daban maña! El pastor alemán con su lengua afuera asentía al ritmo con sus garras en el bajo, el bulldog de patas cortas mantenía los ojos cerrados, concentrado en la percusión y por último un galgo con mucho ritmo estilístico corporal en la guitarra.

Pasó la puerta saludando a todos con un familiar “guau” mientras caminaba a la barra para preguntar el precio del vermú, pero al toparse con una alocada y beoda jauría que bebía tequila cambio rumbo al baño. Entró sonriente, borracho de emoción, simpatía mas se frenó en seco, su garganta se cerró y el corazón se le contrajo…, porque lo que sentimos es real y al verle lo sintió y entendió…, vio al amor. Era una perra salchicha callejera, ciega, amorosa y pedigüeña como ella sola; costaba pasearla porque a pesar de chocarse contra todo y caerse en cada bache, no dejaba de tirar hacia donde se le cantaba la regalada gana. Estaba adolorida, su pancita tetona sangraba constantemente, deshaciéndose, desconociéndose, al escribir allí una historia con ese rojo borgoña. Con su patita mojaba la pluma que usaba para escribir este relato:

“Un día ví a la persona que quiero de esa manera incuestionable, llorar y me dolió profundamente, entonces ví a su hija llorar y me partió el corazón, a su vez ví a la hija de su hija llorar, tenía sus cabellos su sonrisa, y los ojos de un hombre que la hacía sonreír y doler, me destrozó el corazón al recordarme lo que es la inocencia de querer a alguien inquebrantablemente. El peor dolor es el ajeno, de alguien que se quiere inquebrantablemente”

Sus ojos vidriados de abuela Sabina miraron tras sus aceitunados lentes, en ladridos le dijo:

“Entender que hay personas que arrojan elementos dañinos al suelo y por eso caminan con calzado, es perder la inocencia. Conocer el dolor es perder la inocencia; por eso he decidido esconderme en el baño, para que solo aquellos que me buscan me encuentren”. Al verla así pero con temple sereno, le preguntó si lloraba, le respondió que sí lo hacía, pero sola y en silencio como todo el mundo. A lo que agregó acercándose con una temerosa alegría compasiva, “al fin y al cabo, no tengo nada interesante que decir” para luego lamer su conmovido rostro.

Tomaron unos mezcales en el baño; luego largos abrazos, risas y llantos, lograron entrar nuevamente en armonía con este universo tan sublime, cruel, poético y pedagógico. 

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