El placer de morderse,

moverse el diente flojo;

átomo masoquista de carbono

que pareciera curar al dañar,

seducir sin mirar.

Voy hacia el matadero,

donde solo estamos 

mi propósito en esta vida y yo:

hacerle callar de una vez,
hacerles callar de una vez,
hacerme callar de una vez.

No sé cuándo fue la primera,

tampoco la cantidad de veces 

que dije esto:

ni al pensar siento intimidad o privacidad.

Es como si estuviera 

desnudo todo el tiempo,

sin entender mi cuerpo,

juzgado por seres de dudosa existencia.

Son lo primero que oigo al despertar

y lo último que escucho antes de dormir:

voces conocidas hablando 

de lo que pienso y hago.

Mi atención siempre está

en intentar entender lo que dicen.

Finjo recordar que es la paz y el silencio,

en este teatro cuyo telón nunca baja.

Mi cabeza comenzó a percibir sin notarlo

sus propias creaciones como reales, 

fundiendo lo verídico con lo inexistente,

difuminando el límite de la verdad y lo no cierto.

Nunca más fui consciente 

del límite de mi producción imaginaria,

percibiendo dichas fantasías

como parte de lo auténtico.

Deje de generar de adentro hacia afuera,

de escucharme,

de creer,

de ser yo.

Luego del enigmático bautizo en Fuencarral

y de esa inquietante noche en Marqués de Vadillo,

comenzaron las casualidades,

las rosas empezaron a ser negras.

La realidad me parece terrible

aunque conmovedora,

porque las tablas están húmedas,

y soy una bailarina sin pasado ni zapatillas.

No volveré pues no hay atrás 

en esta partida que parece perdida.

Al menos pude entender

que jugamos para jugar.

La vergüenza nos hace humanos,

también mentirnos tan bien…

¡Es que hiciste de todo menos controlarte Josefina,

y así no se puede ni salir a la calle!

– Como extraño su voz y ese corazón de caballito de mar

¿Adónde se ha ido el público?

Solo veo perchas, injusticia

y personas sin ojos sosteniendo tarjetas

SIEMPRE.

Ahora no sé que hacer,

todas las opciones me dan miedo,

todas las opciones me dan tristeza…

Mejor ser feliz en el olvido.

¡No! ¡En el olvido no puedo verla!

Menos mal que la llevo en el corazón…

Estamos lejos y no la puedo ver crecer,

pero sé que nos seguimos queriendo.

Es el mismo sólido amor,

como la locura que carga su tío.

No como las zapatillas rotas con las que ya no puede bailar,

no como los lentes rotos de su abuela con cinta adhesiva con los que no podía ver.

Díganle que no se preocupe,

le conseguirá buenas zapatillas

para danzar a su alma de cántaro.

Las cuidará por ella para que nunca se rompan

y siempre que quiera pueda bailar.

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