Ver la hora se encontraba más allá del placer y la satisfacción, le producía una profunda
alegría, un regocijo sublime hacerlo. El abismo por el cual caía no parecía tener fondo, pero
sentía tocar la mano de un ángel al mirar el reloj. Había una convicción única, algo sólido,
inquebrantable, indiscutible sobre qué apoyarse. Existía una verdad universal, un hecho
seguramente cierto, como el gusto sentido al quitarse la ropa en la intimidad o el consistente
e hipnótico silencio que dejan las chicharras en el viento y las olas del mar.
La vida era una ácida vorágine que imparablemente destruía sin piedad toda certeza frente
a sus ojos, mas ahí estaban esos firmes segundos de terciopelo dorado…. Como hojas,
como hijos, como dioses, como esclavos, como joyas, como aves con el ala rota, como
códigos, como la sal más exquisita. Irónicamente su escape de la realidad era lo único real:
el tiempo; por ello se había vuelto “alarmhólico”, programaba constantes alarmas que le
recordaban mirarlo. Y ahí estaba siempre, dulce, confiado, palpable pero volátil; desnudo,
espumoso, temporal, eterno. Suspiraba de alivio…, pronto ese momento como todos,
pasaría, solo había que esperar pacientemente, la excusa perfecta para fumarse un
cigarrillo.
Este texto no alienta o promueve bajo ningún punto de vista el nocivo y adictivo hábito de fumar, es solo la perspectiva de un adicto al tabaco. Por tí mismo, por la gente que te quiere, y por la que no te quiere (así te tienen que aguantar más años), fuma menos porfis. Gracias, te quiero.